MUCHAS VIDAS, MUCHOS MAESTROS, por Brian Weiss
(fragmento)
—Veo una casa blanca, cuadrada, con un camino de tierra enfrente. Hay gente a caballo, que va y viene.
Catherine hablaba en su habitual susurro adormecido.
—Hay árboles... una plantación, una casa grande y un puñado de viviendas más pequeñas, como para esclavos. Hace mucho calor. Es el sur... ¿Virginia?
Según creía, la fecha era 1873. Ella era una niña.
—Hay caballos y muchos sembrados... maíz, tabaco.
Ella y los otros sirvientes comían en una cocina de la casa grande. Era negra; se llamaba Abby. Tuvo un presentimiento y su cuerpo se puso tenso. La casa grande estaba en llamas; ardió ante sus ojos. La hice avanzar quince años, hasta 1888.
—Llevo un vestido viejo; estoy limpiando un espejo de la planta alta de una casa, una casa de ladrillo con ventanas... con muchos paneles. El espejo no es plano, sino ondulado, y tiene bultos en el extremo. El dueño de la casa se llama James Manson. Usa una chaqueta extraña, con tres botones y un gran cuello negro. Tiene barba... no lo reconozco (como a alguien presente en la vida actual de Catherine). Me trata bien. Yo vivo en una casa de la propiedad. Limpio los cuartos. En la propiedad hay una escuela, pero a mí no se me permite asistir. ¡También hago mantequilla!
Catherine susurraba lentamente, empleando vocablos muy sencillos y prestando mucha atención a los detalles. En los cinco minutos siguientes aprendí a hacer mantequilla. También para Catherine eran nuevos esos conocimientos de Abby. La hice avanzar en el tiempo.
—Estoy con alguien, pero no creo que estemos casados. Dormimos juntos, pero no siempre vivimos juntos. Me siento bien con él, pero no hay nada especial. No veo hijos. Hay manzanos y patos. Hay otra gente en la distancia. Estoy recolectando manzanas. Algo me pica en los ojos. —Catherine hizo una mueca, con los ojos cerrados—. Es el humo. El viento sopla hacia aquí... el humo de la leña encendida. Están quemando toneles de madera. —Ahora tosía—. Pasa con frecuencia. Hacen que los toneles se pongan negros por dentro... brea... para impermeabilizarlos.
Como la sesión anterior había resultado tan apasionante, yo estaba ansioso por llegar otra vez al estado intermedio. Ya habíamos pasado noventa minutos explorando su vida como sirvienta. Había hablado de cubrecamas, mantequilla y toneles; yo estaba hambriento de lecciones más espirituales. Perdida ya la paciencia, la hice avanzar hasta su muerte.
—Me cuesta respirar. Me duele mucho el pecho. —Catherine jadeaba; obviamente, sufría—. Me duele el corazón; late muy deprisa. Tengo tanto frío... me tiembla el cuerpo. —Catherine empezó a estremecerse—. Hay gente en la habitación; me dan a beber hojas (una tisana). Tiene un olor raro. Me están frotando el pecho con linimento. Fiebre... pero tengo mucho frío.
Murió en silencio. Al flotar hasta el cielorraso, vio su cuerpo en la cama: una mujer menuda y encogida, de unos sesenta años. Flotaba, simplemente, esperando que alguien se acercara a ayudarla. Cobró conciencia de una luz y se sintió atraída hacia ella. La luz ganaba en intensidad y en brillo. Aguardamos en silencio, mientras los minutos pasaban con lentitud. De pronto se vio en otra vida, milenios antes de la existencia de Abby.
Catherine susurraba suavemente:
—Veo montones de ajos colgados en un cuarto abierto. Los huelo. Se cree que matan muchos males de la sangre y que purifican el cuerpo, pero hay que comerlos todos los días. También hay ajos fuera, en lo alto de un jardín. Hay otras plantas allí... higos, dátiles y otras cosas. Estas plantas ayudan. Mi madre está comprando ajos y otras plantas. En la casa hay un enfermo. Estas raíces son raras. A veces una se las pone en la boca, en las orejas o en otras aberturas y hay que mantenerlas allí, nada más.
»Veo a un anciano con barba. Es uno de los curanderos de la aldea. Él te dice qué debes hacer. Es algún tipo de... peste... que está matando a la gente. No embalsaman, porque tienen miedo a la enfermedad. A la gente la entierran, nada más, y todos están inquietos por eso. Piensan que, de ese modo, el alma no puede pasar al otro lado (contrariamente a lo establecido por los informes de Catherine después de la muerte). Pero han muerto muchos. También el ganado se muere. Agua... inundaciones... la gente enferma por las inundaciones. (Al parecer, acaba de asimilar este poquito de epidemiología.) Yo también he pillado una enfermedad por el agua. Me duele mucho el estómago. Es una enfermedad del estómago y los intestinos. Se pierde mucha agua del cuerpo. He ido en busca de más agua, pero eso es lo que nos está matando. Vuelvo con el agua. Veo a mi madre y a mis hermanos. Mi padre ya ha muerto. Mis hermanos están muy enfermos.
Hice una pausa antes de llevarla más adelante en el tiempo.
Me fascinaba el modo en que sus conceptos de la muerte y la vida del más allá cambiaban de vida en vida. Sin embargo, su experiencia de la muerte en sí era siempre uniforme, siempre similar.
Una parte consciente de ella abandonaba el cuerpo más o menos en el momento en que se producía el fallecimiento; flotaba por encima y luego se veía atraída hacia una luz maravillosa y energética. Esperaba a que alguien acudiera en su ayuda. El alma pasaba automáticamente al más allá. El embalsamamiento, los ritos fúnebres y cualquier otro procedimiento posterior a la muerte no tenían nada que ver con eso: era automático, sin preparativos necesarios, como cruzar una puerta que se abriera.
—La tierra es estéril y seca... No veo montañas aquí; sólo tierra, muy llana y seca. Uno de mis hermanos ha muerto. Me siento mejor, pero aún tengo ese dolor. —Sin embargo, no vivió por mucho tiempo más—. Estoy tendida en un jergón, con algo que me cubre.
Estaba muy enferma; no hubo ajo ni hierba alguna que pudieran impedir su muerte. Pronto estaba flotando por encima de su cuerpo, atraída hacia la luz familiar. Esperó con paciencia que alguien acudiera.
Comenzó a mover lentamente la cabeza de un lado a otro, como si estuviera contemplando alguna escena. Su voz había vuelto a ser grave y potente.
—Me dicen que hay muchos dioses, pues Dios está en cada uno de nosotros.
Reconocí la voz de los estados intermedios, tanto por su tono grave como por la decidida espiritualidad del mensaje. Lo que dijo a continuación me dejó sin aliento, sin aire en los pulmones.
—Tu padre está aquí, y también tu hijo, que es muy pequeño. Dice tu padre que lo reconocerás, porque se llama Avrom y has dado su nombre a tu hija. Además, su muerte se debió al corazón. El corazón de tu hijo también era importante, pues estaba hacia atrás, como el de un pollo. Hizo un gran sacrificio por ti, por amor. Su alma está muy avanzada... Su muerte satisfizo las deudas de sus padres. También quería demostrarte que la medicina sólo podía llegar hasta cierto punto, que su alcance era muy limitado.
Catherine dejó de hablar. Yo permanecí en sobrecogido silencio, en tanto mi mente estupefacta trataba de ordenar las cosas. En el cuarto reinaba un frío gélido.
Catherine sabía muy poco de mi vida personal. En mi escritorio había una foto de mi hija, que sonreía alegremente mostrando sus dos únicos dientes de leche. Junto a ella, un retrato de mi hijo. Aparte de eso, Catherine lo ignoraba prácticamente todo con respecto a mi familia y mi historia personal. Yo estaba bien formado en las técnicas psicoterapéuticas profesionales. Se supone que el terapeuta debe ser una tabla rasa, en blanco, en la cual el paciente pueda proyectar sus propios sentimientos, sus ideas y sus actitudes. Entonces el terapeuta podrá analizar ese material, ampliando el campo mental del paciente. Yo había mantenido esa distancia terapéutica con respecto a Catherine: ella sólo me conocía en mi condición de psiquiatra, lo ignoraba todo de mi pasado y de mi vida privada. Ni siquiera mis diplomas estaban colgados en el consultorio.
La mayor tragedia de mi vida había sido la inesperada muerte de nuestro primogénito, Adam, que falleció a principios de 1971, a los veintitrés días de edad. Unos diez días después de que lo trajéramos a casa desde el hospital comenzó a presentar problemas respiratorios y vómitos en bayoneta. El diagnóstico resultó sumamente difícil. «Total anomalía del drenaje venoso pulmonar, con defecto del septum atrial —se nos dijo —. Se presenta una vez de cada diez millones de nacimientos, aproximadamente.» Las venas pulmonares, que deben llevar la sangre oxigenada de regreso al corazón, estaban incorrectamente dispuestas y entraban al corazón por el lado opuesto. Era como si el corazón estuviera vuelto... hacia atrás. Algo muy, pero que muy raro.
Una desesperada intervención a corazón abierto no pudo salvar a Adam, quien murió varios días después. Lo lloramos por muchos meses; nuestras esperanzas, nuestros sueños, estaban destrozados. Un año después nació Jordán, nuestro hijo, agradecido bálsamo para nuestras heridas.
Por la época del fallecimiento de Adam, yo había estado vacilando con respecto a mi temprana elección de la carrera psiquiátrica. Disfrutaba de mi internado en medicina interna y se me había ofrecido un puesto como médico. Tras la muerte de Adam decidí con firmeza hacer de la psiquiatría mi profesión. Me irritaba que la medicina moderna, con todos sus avances y su tecnología, no hubiera podido salvar a mi hijo, ese simple y pequeño bebé.
En cuanto a mi padre, había gozado de excelente salud hasta sufrir un fuerte ataque cardíaco en 1979, a la edad de sesenta y un años. Sobrevivió al ataque inicial, pero la pared cardíaca quedó irreparablemente dañada; falleció tres días después. Eso ocurrió unos nueve meses antes de que Catherine se presentara a la primera sesión.
Mi padre había sido un hombre religioso, más ritualista que espiritual. Avrom, su nombre hebreo, le sentaba mejor que Alvin, el inglés. Cuatro meses después de su muerte nació Amy, nuestra hija, a la que dimos su nombre.
Y ahora, en 1982, en mi tranquilo consultorio en penumbra, una ensordecedora cascada de verdades ocultas, secretas, caía en torrentes sobre mí. Nadaba en un mar espiritual y me encantaba esa agua. Se me puso piel de gallina en los brazos. Catherine no podía conocer esa información en modo alguno. Ni siquiera tenía manera de averiguarla. El nombre hebreo de mi padre, el hecho de que un hijo mío hubiera muerto en la primera infancia con un defecto cardíaco que sólo se presenta una vez de diez millones, mis dudas sobre la medicina, la muerte de mi padre y la elección del nombre de mi hija: todo era demasiado, muy específico, excesivamente cierto. Catherine, esta mujer que sólo era una técnico de laboratorio poco cultivada, actuaba como conducto de conocimientos trascendentales. Y si podía revelar esas verdades, ¿qué más había allí? Necesitaba saber más.
—¿Quién —balbucí—, quién está ahí? ¿Quién te dice esas cosas?
—Los Maestros —susurró ella—, me lo dicen los Espíritus Maestros. Me dicen que he vivido ochenta y seis veces en el estado físico.
La respiración de Catherine se hizo más lenta y dejó de mover la cabeza. Descansaba. Yo quería continuar, pero las implicaciones de lo que me había dicho me distraían. ¿Tendría, en verdad, ochenta y seis vidas anteriores? ¿Y qué podía decirse de «los Maestros»? ¿Era posible? ¿Era posible que nuestras vidas fueran guiadas por espíritus carentes de cuerpo físico, pero dueños de gran conocimiento? ¿Hay acaso peldaños en el camino hacia Dios? ¿Era real todo eso? Me costaba dudar, considerando lo que Catherine acababa de revelarme, pero aún luchaba por creer. Estaba superando años enteros de una formación de programación diferente. Pero en la mente, en el corazón, en las entrañas, sabía que ella estaba en lo cierto. Estaba revelando verdades.
¿Y lo de mi padre y mi hijo? En cierto sentido, aún estaban vivos; nunca habían muerto del todo. Años después de sepultados, me hablaban y lo demostraban así, proporcionando informaciones muy específicas y secretas. Y puesto que todo eso era cierto, ¿era mi hijo un espíritu tan avanzado como Catherine decía? ¿Había aceptado, en verdad, nacer para nosotros y morir veintitrés días después, a fin de ayudarnos a saldar deudas kármicas y, por añadidura, darme lecciones de medicina y de humanidad, empujándome de nuevo hacia la psiquiatría?
Esos pensamientos me alentaron mucho. Por debajo de ese estremecimiento sentía una gran oleada de amor, una fuerte sensación de ser uno con los cielos y la tierra. Había echado de menos a mi padre y a mi hijo. Me hacía bien volver a tener noticias de ellos.
Mi vida jamás volvería a ser la misma. Una mano se había extendido desde lo alto, alterando irreversiblemente el curso de mi vida. Todas mis lecturas, hechas con examen cuidadoso y distanciamiento escéptico, desembocaban en su lugar. Los recuerdos y los mensajes de Catherine eran verdad. Mis intuiciones sobre lo cierto de sus experiencias habían sido correctas. Tenía los hechos. Tenía la prueba.
Sin embargo, aun en ese mismo instante de júbilo y comprensión, aun en ese momento de experiencia mística, la vieja y familiar parte lógica y recelosa de mi mente estableció una objeción. Tal vez se tratara sólo de una percepción extrasensorial, de alguna capacidad psíquica. Era toda una capacidad, sin duda, pero eso no demostraba que existieran las reencarnaciones ni los Espíritus Maestros. Sin embargo, en esa ocasión estaba bien informado. Los millares de casos registrados en la bibliografía científica, sobre todo los de niños que hablaban idiomas extranjeros sin haberlos oído nunca, que tenían marcas de nacimiento allí donde habían recibido antes heridas mortales; esos mismos niños que sabían dónde había objetos preciosos ocultos o enterrados, a miles de kilómetros, décadas o siglos antes, todo era un eco del mensaje de Catherine. Yo conocía el carácter y la mente de la muchacha. Sabía cómo era y cómo no. Y mi mente ya no podía engañarme. La prueba era demasiado evidente, demasiado abrumadora. Eso era real y ella lo verificaría cada vez más en el curso de nuestras sesiones.
En las semanas siguientes, a veces yo olvidaba la intensidad, la fuerza directa de esa sesión. A veces caía de nuevo en la rutina cotidiana, preocupado por las cosas de siempre. Entonces las dudas resurgían. Era como si mi mente, al no concentrarse, tendiera a volver hacia los patrones y creencias de antes, hacia el escepticismo. Pero entonces me obligaba a recordar: ¡eso, había ocurrido realmente! Comprendía lo difícil que era creer esos conceptos sin haber pasado por una experiencia personal. La experiencia es necesaria para añadir crédito emocional a la comprensión intelectual. Pero el impacto de la experiencia siempre se desvanece hasta cierto punto.
En un principio no tuve conciencia del porqué de mis grandes cambios. Me reconocía más sereno y paciente; otros comentaban que se me veía muy en paz, más descansado y feliz. Yo sentía más esperanza y alegría, encontraba en mi vida más sentido y satisfacción. Comprendí al fin que estaba perdiendo el miedo a la muerte. Ya no temía a mi propia muerte ni a la no existencia. Me daba menos miedo la posibilidad de perder a otros, aun sabiendo que desde luego los echaría de menos. ¡Qué poderoso es el miedo a la muerte! Llegamos a grandes extremos para evitarlo: crisis de madurez, aventuras amorosas con personas más jóvenes, cirugías estéticas, obsesiones con la gimnasia, acumulación de bienes materiales, procreación de hijos que lleven nuestro nombre, esforzados intentos de ser cada vez más juveniles, etcétera. Nos preocupa horriblemente nuestra propia muerte; tanto que, a veces, olvidamos el verdadero propósito de la vida.
Además estaba empezando a ser menos obsesivo. No necesitaba dominarme sin cesar. Aunque trataba de mostrarme menos serio, esa transformación me resultaba difícil. Aún tenía mucho que aprender.
De hecho, ahora tenía la mente abierta a la posibilidad (incluso a la probabilidad) de que las manifestaciones de Catherine fueran reales. Esos datos increíbles sobre mi padre y mi hijo no se podían obtener por medio de los sentidos habituales. Sus conocimientos, sus habilidades, demostraban sin lugar a dudas la existencia de una notable capacidad psíquica. Resultaba lógico creerla, pero yo me mantenía precavido y escéptico con respecto a lo que leía en la literatura popular. ¿Quiénes son estas personas que hablan sobre fenómenos psíquicos, sobre la vida después de la muerte y otros asombrosos hechos paranormales? ¿Están preparados en el método científico de la observación y la comprobación? Pese a mi abrumadora y maravillosa experiencia con Catherine, sabía que mi mente, naturalmente crítica, continuaría analizando cada nuevo hecho, cada fragmento de información. Lo revisaría para ver si concordaba con la estructura y el sistema de trabajo que iba surgiendo de cada sesión. Lo examinaría desde todos los ángulos, con el microscopio del científico.
Sin embargo, ya no podía negar que el marco de trabajo estaba allí.
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