Carl G. Jung (1875-1961) enunció a mediados del siglo XX la llamada "teoría de la Sincronicidad", según la cual dos o más fenómenos pueden guardar entre sí una coincidencia significativa acausal, es decir, una conexión que no está basada en la relación causa/efecto ni, mucho menos, en la pura coincidencia. Así, un contenido mental cualquiera, surgido de forma voluntaria en nuestra psique, o producto de un sueño, puede encontrar un correlato significativo en el exterior, ya sea en forma de vivencia, acontecimiento, o bajo el disfraz de una persona, sin importar que la conozcamos o no.
Es probable que una conducta exterior, de alguien o de un grupo determinado de individuos, aquí en nuestro entorno o a miles de kilómetros de distancia, guarde una extraña interconexión con nuestro contenido mental, pero esa interconexión tendrá una especial relevancia significativa, cuyas consecuencias pueden cristalizar en algo que no se parezca en nada a la representación mental primigenia que se originó en nosotros.
El propio Jung recuerda en uno de sus escritos una experiencia que tuvo con una de sus pacientes, cuyo esposo murió de una afección cardíaca. Momentos antes del fallecimiento, una bandada de pájaros se posaba sobre el tejado de la vivienda familiar, como ocurriera antes con su madre y con su abuela, quienes, en efecto, habían muerto poco después de que se produjera dicho fenómeno. El científico (no debemos obviar esta palabra; Jung se inició en la Medicina y, como sabemos, dejó honda huella en el campo de la psicología clínica) recuerda otro caso de sincronicidad: en cierta ocasión, una de sus pacientes soñó que le regalaban un escarabajo dorado. Al día siguiente, la paciente contó a Jung su experiencia durante la sesión de terapia, y, durante el relato de su sueño, el médico suizo oyó cómo "algo" golpeaba en repetidas ocasiones los cristales de una de las ventanas de la sala.
Jung interrumpió momentáneamente a la paciente y se acercó a la ventana, y contempló con asombro a un escarabajo con tintes dorados, una "Cetonia Aurata", especie altamente infrecuente en el Centro de Europa (Jung era suizo, y fue allí donde llevó a cabo la mayor parte de sus investigaciones, así como esta sesión terapéutica en particular). Este escarabajo parecía, en palabras del psicólogo, que quería entrar en la habitación justo en el momento durante el cual la paciente contaba su experiencia onírica.
Este es, entre otros, el principio que sustenta la astrología psicológica. Cualquier fenómeno tiene una repercusión, un reflejo, en el escenario en que ese fenómeno tiene lugar. Un nacimiento, por ejemplo, "coincide" con un particular escenario cósmico, una peculiar disposición planetaria que refleja las cualidades y características psicológicas y familiares que dicho acontecimiento arrastra consigo desde muchas generaciones atrás.
Procedemos de un útero y de una persona con una peculiar trayectoria psicológica, quien, a su vez, procede de un tiempo determinado, vive en un tiempo determinado y ha vivido una serie de experiencias que la han condicionado y que la condicionaron durante la gestación y el propio nacimiento de su hijo. Los planetas (hablo de planetas porque estamos hablando de astrología) son los dispositores, en el cosmos, de todas esas energías.
Las posiciones planetarias constituyen un espejo de lo que somos, y ese espejo, además, lo refleja porque está nutrido de una idiosincrasia cultural establecida durante siglos. Si una persona nace cuando el Sol (representación de la identidad e individualidad) está en Sagitario, signo asociado con Júpiter, esa persona vendrá "equipada" con las características asociadas culturalmente a la palabra "Júpiter": grandeza (es el planeta mayor de nuestro Sistema Solar y el dios supremo del antiguo y mítico Olimpo), grandes ansias de libertad y dificultad de comprometerse con algo que pueda limitar esas ansias (como le pasaba a Júpiter en la mitología, famoso por sus infidelidades y siempre deseoso de probar cosas nuevas, pues suyo era el universo, aunque al final siempre volvía al lado de su esposa Juno), necesidad de creer en algo superior y que dé sentido a la existencia humana (Júpiter era el dios de los dioses, el que amparaba a los mortales y le daba finalidad a todo lo que estos hacían o sentían), etc.
La persona que nace con estas características no está condicionada por un astro que se llama Júpiter, sino con toda una cultura asociada con esa palabra, con toda una mitología que durante siglos trató de explicar la vida y la muerte, los sentimientos y pensamientos del hombre y que, con el tiempo, acabaron por convertirse en arquetipos psicológicos (Júpiter representa al viajero, al explorador y al actor principal de un drama que todos llevamos dentro, en mayor o menor medida; un Sagitario es más aventurero que un Capricornio, pero incluso este tiene en su carta astral a Júpiter y a Sagitario, a un viajero en potencia, oculto por una serie de condicionamientos familiares). Los astros no condicionan, sino que reflejan lo que somos y lo que hacemos. No influimos sobre ellos ni ellos sobre nosotros. Simplemente, nos relacionamos de forma significativa acausal, nos interconectamos en un momento determinado de una manera determinada. La sincronicidad tiñe todo lo que se mueve en el mundo y en el cosmos.
Fuente: Astrología Psicológica
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