Un drama que obtuvo excelentes críticas en todo el mundo.
La anárquica melodía de la brisa, el callado estruendo de los silencios, la belleza en la inocente mirada de unos ojos rasgados, la extraña musicalidad de un gesto, el suave perfume de un oasis de calma, los versos libres de la alegría, de la decepción y de la amargura, el sutil aroma del amor y del dolor, la hermosura de una promesa de felicidad que descansa en el cristalino rumor del agua, la delicada esperanza que tiñe las hojas o el azul de un cielo surcado de filamentos plateados camino del horror, una contenida apoteosis de palpables sensaciones resumida en el acto cotidiano, mecánico y casi armónico, poético, de unos cortes de cuchilla rápidos, metódicos, medidos, precisos, con los que desprender la corteza de una papaya, su carne fresca y blanca dispuesta para ser cercenada en rodajas o rallada en largas tiras con las que acompañar el arroz y las verduras preparados en cuclillas al débil fuego de la cocina en un rincón de un patio expuesto a los dictados de un sol despiadado o a las impenetrables cortinas de agua de la época de lluvias…
Saigón, Vietnam, 1951. Mui es una joven, apenas una niña, recién llegada a la ciudad para servir en casa de una rica familia venida a menos. Llega una noche de verano tras haber caminado todo el día desde el pueblo en el que ha dejado atrás a su madre y hermana sin saber cuándo podrá volver a verlas. Pero, con todo, ha tenido suerte: también ha dejado atrás el hambre y los arbitrarios avatares de una guerra que desde cinco años atrás ha sustituido como enemigo al ocupante japonés por el anterior colonizador francés, no mucho antes de que su lugar sea cedido a los norteamericanos. Pero es pronto para la violencia. De momento, en esa casa estará a salvo, las imágenes de guerra serán solo un recuerdo, un lejano murmullo sólo escuchado cuando se disfraza de lejanos motores de avión; trabajará mucho y muy duro, pero disfrutará de comida y techo, e incluso podrá acumular un pequeño capital para sufragar sus esporádicas visitas a lo que vaya quedando de su familia, preparar su dote o ahorrar en espera de años más difíciles. Mientras tanto, aprende de su veterana compañera los diversos oficios que ha de desempeñar, el modo, manera y tiempo en que les gusta a los señores el cumplimiento de las tareas, y se familiariza con el carácter y la historia de cada uno de los miembros de la familia, una historia que pronto percibe que no va pareja al grado de comodidad material que disfrutan en su acogedor hogar: Mui es de la misma edad que tendría la hija de los señores si hubiera sobrevivido a la cruel enfermedad que acabó con su vida y, de paso, con la felicidad de la familia. La abuela vive enclaustrada en la planta superior de la casa, consagrada a sus oraciones por el alma de su marido y su nieta muertos, quemando incienso y realizando ofrendas a las fotografías de sus parientes colocadas en un pequeño altar repleto de flores, divinidades y pequeños objetos personales, sin visitas, sin nadie que se interese por ella aparte de un anciano, antiguo pretendiente, que suele asomar la cabeza por encima de la valla que rodea la propiedad para preguntarle a Mui cómo se encuentra la vieja. El padre está sumido en una depresión que sólo logra aliviarse con música; siempre ha sido de carácter libertino, y fue durante una de sus ausencias de unos días dispuesto a gastar todos los ahorros de la familia en vicios cuando la niña enfermó y murió. Consumido por la culpa, pasa sus días tocando su música o dormitando en su estera, sin apenas hablar con su esposa e hijos y sin ver a nadie. La madre es la que (como siempre) sostiene la casa: es su pequeño negocio, una mercería, el que consigue los ingresos suficientes para mantener la casa y a la familia unida; es ella la que está pendiente de los tres hijos varones del matrimonio, el mayor, ya casi un hombre, que pasa sus días fuera de la casa con sus amigos, en especial con un joven músico que es invitado ocasionalmente a la casa, y los dos pequeños, el mayor de los cuales echa de menos el cariño de su padre y se entretiene torturando insectos, mientras que el pequeño, un insufrible niñato cuya travesura es más bien mala leche, toma a Mui como blanco para sus pesadas bromas (arroja al suelo la ropa limpia que ella acaba de tender, esconde pequeños reptiles dentro de los jarrones que ella debe librar de polvo, vacía cubos de agua sucia sobre los suelos recién fregados o se orina en la tierra del patio recién aplanada).
Los días de Mui transcurren entre sus trabajos cotidianos, la observación del microcosmos natural que puebla el jardín de la casa al son de la banda sonora de los abundantes grillos que habitan el entorno, y las historias sobre la familia que su compañera le relata antes de dormir. No sospecha que es entre los muros de esa casa donde va a conocer el amor de la mano del joven pianista amigo del hijo de los señores. De golpe se hace mujer, se preocupa de estudiarse en el reflejo del agua para comprobar su hermosura, la corrección de la vestimenta, la limpieza de sus ropas, el encanto de su sonrisa. En una atmósfera decadente en la que todos los personajes comparten una leve pero incesante cuesta abajo personal y material desde que la niña murió, es Mui la única persona que parece rebelarse contra esa tendencia gracias a haber penetrado en un mundo tan distinto a su lejana aldea que le permite abrirse a la vida, conocer personas y situaciones que jamás hubiera soñado. La llegada a la casa primero y el amor después son los puntos de inflexión que hacen que la vida de Mui cambie radicalmente y se aparte del desgraciado y precario futuro que la aguardaba. La señora de la casa ve en ella a la niña que perdió, y un cariño mudo, apenas insinuado con actitudes disfrazadas de benevolencia jerárquica, va tejiendo una subterránea red de afecto mutuo en la que cada una de ellas encuentra en la otra lo que le falta: la hija que perdió, o la madre que dejó atrás en su aldea. La amargura de una nueva fuga del padre de familia con todo el dinero de la casa, la necesidad de restringir al máximo los gastos, la preocupación por la ausencia y las dudas sobre su regreso, tiñen de nuevo de amargura los días de Mui, y el final, la expiación en forma e muerte de las culpas de aquel hombre de vida disipada que jamás se perdonó los males que introdujo en su casa, supone el cierre de un ciclo para la familia y para Mui.
Saigón, Vietnam, 1961. Han pasado diez años desde que Mui llegó a la casa. En ese tiempo se ha convertido en indispensable. Al fallecimiento del dueño de la casa le siguió el de la abuela, y después el abandono del hogar de dos de los hijos. Sólo uno y su esposa viven ya allí, mientras que la señora de la casa ha ocupado el lugar de su suegra en la planta superior, pasando sus horas en penumbra acordándose de los días felices. Sólo Mui, la única criada que ya les queda y que se ha convertido en una hermosa muchacha, la reconforta, introduce la alegría con su sonrisa en la desgraciada vida de su ama. Pero la pérdida de ingresos y la envidia de la nuera por el amor que siente su suegra hacia Mui, hacen que la única solución posible para mantener a flote la economía y el equilibrio familiares sea la marcha de Mui, para la que buscan otra casa donde servir, precisamente la de aquel amigo del mayor de los hijos de la familia, el estudiante de piano que acudía alguna vez a la casa y que hizo descubrir a Mui el amor. Así, Mui abandonará la casa en la que creció y se verá de repente junto a su amado cada hora de cada día, volcará en sus tareas, en sus cuidados, todo el amor que siente, discreta, silenciosa, casi invisible; al menos no repara en las miradas que él le lanza mientras se dedica a su música. Él está prometido: su novia es una joven frívola que apenas entiende de música, que no comprende sus necesidades y que no quiere verse encerrada en casa en las largas horas de ensayo. Mui, callada, siempre presente pero siempre distante, empieza a poblar las ensoñaciones el músico, mientras que su prometida empieza a sentir la amenaza que la joven representa para ella.
Nominada a la mejor película de habla no inglesa en 1993 y premiada en Cannes, esta película vietnamita coparticipada por Francia es un prodigio de sencillez, de naturalidad, dos notas tan difíciles de conseguir y combinar que realmente se trata de un caso excepcional más que estimable; realmente es difícil pensar en otra película que cuente tantas y tan importantes cosas con tan mínimo despliegue de medios, sin despilfarrar un solo segundo de metraje o sin una palabra de más. Las imágenes, bellamente desprovistas de cualquier artificio, concentradas en apenas tres escenarios (las dos casas donde sirve Mui y el jardín de una de ellas) construidos con una puesta en escena minimalista pero de gran pericia, con preocupación por el detalle, por la creación de atmósferas que resulten coincidentemente sugerentes con lo narrado y con el carácter de cada personaje, llenos de recovecos y rincones donde situar las hermosas tomas que derrochan serenidad y belleza en cada una de sus composiciones, vienen acompañadas de sonidos naturales (el canto de los pájaros, el murmullo de los grillos agitando sus patas) y de música tradicional interpretada con instrumentos autóctonos en la primera parte de la cinta, y por piezas clásicas al piano en su parte final. Los diálogos están reducidos a la mínima expresión, siempre supeditados a lo que se explica sin palabras, en un alarde de lenguaje visual repleto de matices, de mensajes que descansan en la importancia simbólica concedida a las miradas, a los objetos (sobre todo la propia papaya, la verde corteza que rodea su carne y las semillas que la colman por dentro, pero también los zapatos, la preparación de la comida, las cajas, los jarrones, los instrumentos musicales, la ropa…), a los pequeños animales que habitan el jardín, una riqueza a la que ya no estamos acostumbrados en occidente, y que son el reflejo visual de las situaciones y estados de ánimo por los que atraviesan los personajes. Pero la película resulta tanto o más hermosa por lo que muestra como por lo que sugiere. Las elipsis de la narración resultan magistrales, la capacidad de transmitir información al espectador con tan pocos pero tan bien apuntados elementos es digna de ser enseñada en cualquier escuela de cine: la película no es sólo capaz de caracterizar por completo a sus personajes con unas breves, mínimas, pero acertadísimas pinceladas visuales, sin apenas diálogos, no sólo los hechos ocurridos en la familia en un salto narrativo de diez años están magníficamente sugeridos al público de manera que cualquier confusión, pérdida de datos o riesgo de incomprensión están completamente descartados, sino que el clima político y bélico de Vietnam de 1951 y 1961 que en ningún momento aparece ni siquiera reseñado tangencialmente en un solo instante del metraje (la película transcurre por completo en el interior de los escenarios escogidos, sin que haya una sola referencia a cualquier aspecto de la vida que transcurra fuera de los muros, exceptuando un breve comentario que se escucha a través de una radio), está insinuado de manera soberbia con el recurso nuevamente de la extrema naturalidad: es el ruido del paso de los aviones el único recordatorio de lo que sucedía en el país, con el añadido de que si lo que llega desde el cielo en 1951 a los oídos de Mui es el pesado y contundente sonido de los motores de hélice, diez años más tarde es ya la atronadora y súbita explosión de los motores de reacción la que surca el ambiente de punta a punta como una bala.
Naturalidad, sencillez, dos virtudes a las que todo cine debería aspirar y cuyo logro resulta tan complejo y difícil de conseguir que realmente marca las diferencias entre lo que suponen los apelativos de cineasta o de mero director, al servicio de una historia pequeña, cotidiana, que con escaso texto, el justo a decir verdad, y cantidades enormes de belleza y sensibilidad, con una embriagadora eclosión de sentimientos y sensaciones sugeridos a través de los objetos, los sonidos y las miradas, nos habla de la felicidad y de la muerte, del amor y del dolor, de la alegría y de la tristeza, de esa maravillosa aventura repleta de zancadillas y de hermosos momentos que llamamos vida.
Trailer:
Tamaño de Archivo : 702 Mb.
Duración : 01:39:37
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Tomado de “39 escalones” y “Vagos”
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